artículos

Lisístrata: Lampito, todas las mujeres toquen esta copa, y repitan después de mí: no tendré ninguna relación con mi esposo o mi amante.

Cleónica: No tendré ninguna relación con mi esposo o mi amante…

Lisístrata: Y haré que me desee.

Cleónica: Y haré que me desee.

Lisístrata: No me entregaré.

Cleónica: No me entregaré

Lisístrata: Y si él me obliga.

Cleónica: Y si él me obliga.

Lisístrata: Seré tan fría como el hielo y no le moveré.

Cleónica: Seré tan fría como el hielo y no le moveré… Lisístrata: ¿Todas han jurado?

Mirrina: Todas.

Lisístrata (Aristófanes, 411 a.C.)

 

De la hominización a la especiación

 

En la propuesta darwinista sobre el origen de las especies, basada en el gradualismo evolutivo, prima el factor ambiental, entendiendo que las presiones selectivas -naturales y sexuales- determinan el aislamiento de las poblaciones -favorecido por las barreras geográficas-, registrándose “aislamientos de especie” que explicarían los diversos derroteros evolutivos, siendo decisiva la adaptación al medio. Para Darwin, la selección natural es resultado de la continuidad siendo el ser humano un producto de la evolución de animales inferiores y, si bien consideraba que “el lenguaje articulado es una peculiaridad del hombre”, entendía que el paso del lenguaje animal al humano respondía a una cuestión exclusivamente temporal.

 

Desde la lingüística se distingue entre protolenguaje y lenguaje, situando el origen de éste en el homo sapiens sapiens, mostrando que el lenguaje no pudo haberse desarrollado de manera gradual desde el protolenguaje y planteando que no existió una forma intermedia sino que la sintaxis o, mejor, el simbolismo de la palabra, debió surgir de una sola vez, en un momento preciso. Estudios recientes, apoyados en los registros arqueológico y fósil, afirman que el desarrollo del lenguaje humano requirió la conjunción de tres elementos: una estructura derivada del altruismo recíproco -que encontraría su precedente en la mutua colaboración entre homínidos en labores de desparasitación-, la capacidad para transformar unidades simbólicas no estructuradas (protolenguaje), y suficientes neuronas libres -no especializadas- para mantener un mensaje coherente y complejo. Tales eventos, según el lingüista D. Bickerton2 , se dieron simultáneamente sólo en la especie humana y no como fruto de una evolución gradual o adaptativa sino como resultado de una discontinuidad, de un cambio saltacionista3 en la mente humana, rompiendo con el sistema comunicativo tradicional –protolenguaje- vigente durante más de quinientos millones de años, de forma que el origen de la humanidad vendría determinado por el surgimiento del lenguaje.

 

Economía y modos de relación en la Edad de Piedra

 

La representación de la capacidad de abstracción y elaboración simbólica a través del lenguaje determinó la evolución del pensamiento y constituyó la clave del triunfo del Hombre de Cro-Magnon -homo sapiens sapiens- en base a la superioridad en la comunicación, operándose una expansión de la especie y un incremento de la sociabilidad entre grupos, construyendo un sistema de vida más equilibrado que el Neardental -homo sapiens neardentalensis-, siendo capaces de elaborar estrategias complejas para obtener el mejor beneficio de su economía, basada en la caza y la recolección. En este tipo de economía no todos los individuos participaban de la misma manera en la obtención de alimentos y, si bien no puede hablarse de división del trabajo ni de jerarquización social, tanto en la cultura neardental -paleolítico medio- como en la del cromañón -paleolítico superior- existían diferencias entre hombres y mujeres en base al dimorfismo sexual, cuando la potencia física lo requería, en base a los embarazos o a la edad y, a tenor de los estudios sobre enterramientos, diferentes posiciones sociales determinadas por el rol o la habilidad, descartándose una desigualdad social de raíz económica por tratarse de grupos nómadas y sin excedentes, es decir, sin posibilidad de acumular la riqueza, pero sí con diferenciaciones en función del sexo, la fortaleza, la edad o la aportación al grupo, reconociendo como jefe al mejor cazador, no tratándose por tanto de sociedades igualitarias.

 

Los historiadores afirman que en el mundo de los depredadores el éxito del grupo depende de la flexibilidad para adoptar decisiones y de la capacidad de prever situaciones, es decir de su nivel de organización, distanciándose progresivamente de una hipotética igualdad original que jamás existió pues, como muestra la observación del mundo animal, no hay igualdad absoluta en ningún tipo de depredador. 

 

La revolución neolítica supuso la desaparición de un tipo de sociedad de subsistencia, basada en la predación de la naturaleza (caza, pesca o recolección), que pasó ser sustituida por una economía de producción de alimentos a través de la agricultura y la ganadería, generando asimetrías en el acceso a los recursos naturales, bienes económicos, información general y conocimientos.

 

En el neolítico se incorporan nuevas técnicas de producción que conllevan la aparición de excedentes, es decir, mayor cantidad de bienes alimenticios de los necesarios para abastecer al grupo, generándose problemas tanto de almacenamiento como de administración y control de ese excedente, surgiendo la división social del trabajo, la propiedad privada y el intercambio con otras comunidades. Las disputas surgidas ante la nueva desigualdad distributiva fueron sancionadas por los jefes redistribuidores que aprovechaban su acceso privilegiado a los recursos en beneficio de sus parientes, a la vez que erigiéndose como intermediarios con lo sobrenatural, arrogándose la aquiescencia de lo divino.

 

Dominios simbólicos y lenguaje

 

Podría afirmarse que en las sociedades avanzadas, es decir, simbólicamente estructuradas, el orden simbólico representado por el lenguaje -como capacidad de constituir a través de la enunciación- impone una determinada forma de ver la realidad a través de ciertos valores morales y reglas de comportamiento, constituyendo la forma socialmente dominante en que se estructuran los sentidos en una sociedad dada5 . El poder de las palabras para mantener un orden o subvertirlo es la creencia en su legitimidad y en la de quien las pronuncia, de forma que el poder simbólico es una forma transformada -irreconocible, transfigurada y legitimada- de otras formas de poder, transfigurando las relaciones de fuerza que encierra, transformándolas en poder simbólico6 . Desde la lingüística se puede constatar, para las lenguas romances, la integración de dos tipos de dominios simbólicos inicialmente contrapuestos -recordemos que la familia de las lenguas indoeuropeas, de las que forma parte el latín, se remonta al Neolítico-, definidos por los étimos “reg” y “teg”, de forma que con las variaciones del radical “reg” se construyen términos que denotan circulación en línea recta y hacia la derecha, correspondientes a la razón masculina: rey, regir, régimen, regular, derecho, dirigir, corregir, rector, etc.; construidos a partir de otros, derivados del radical “teg”, que representarían la razón femenina: tegumento, techo, tejido, tela, toga, etc., es decir, lo que protege7 . En ese sentido, la extrapolación al Paleolítico Superior de los dominios simbólicos operantes en las lenguas neolíticas -teniendo en cuenta que se trata de etapas prehistóricas correlativas- evidenciaría la integración simbólica de los sistemas de comunicación anteriores -protolenguaje- en el lenguaje del homo sapiens sapiens. En consonancia con la transformación radical experimentada en las relaciones personales y sociales, pasándose de lo intragrupal a lo social, es decir, del grupo endogámico (ocupado en la supervivencia y la protección), a un modelo exogámico (orientado a la regulación y establecimiento de normas en la relación con otros grupos), traducido en el establecimiento de alianzas para la obtención de un beneficio social mediante la utilización de la mujer como objeto de intercambio; entroncando con el altruismo recíproco necesario para explicar el cambio saltacionista que dio lugar al lenguaje, en correspondencia con la teoría estructuralista del parentesco, situando la prohibición del incesto como la clave del paso de la naturaleza a la cultura.

 

El parentesco

 

Los primeros estudios sobre parentesco surgieron a mediados del siglo XIX como campo de estudio de la etnología en torno al debate sobre la promiscuidad sexual primitiva, opuesta a las buenas costumbres conyugales, monógamas y cristianas de la burguesía ascendente; así como de la antropología evolucionista, como forma de encontrar los orígenes de las reglas europeas de parentesco en relación con el derecho a la herencia o la sucesión.

 

El posterior desarrollo en Europa de la sociología y la antropología social, intentando explicar las instituciones sociales por medio de su función social, sitúa la familia -término derivado de la palabra latina famülus, asociado a la raíz fames (“hambre”), en referencia al conjunto de personas que se alimentan juntas-, como el fundamento del vínculo social, otorgando especial relevancia al tratamiento del parentesco, considerando que sus lazos son un producto cultural, que no pasan necesariamente por la consanguinidad.

 

La teoría evolucionista del parentesco encuentra su referente en el suizo J. J. Bachofen (El derecho materno, 1861), que basándose en mitos antiguos -como el de las amazonas, en el que las mujeres aparecían como figuras de autoridad- proponía el matriarcado como la forma original de organización en las sociedades primitivas. Según Bachofen, el parentesco en las sociedades primitivas se fijaba a través de la madre, ya que la promiscuidad sexual instintiva de los seres humanos habría impedido que los hombres reconocieran a sus propios hijos y, como corolario de lo anterior, las mujeres poseían también el monopolio del poder político, conformando una ginecocracia o gobierno de las mujeres.

 

El esquema evolutivo de Bachofen, si bien sigue siendo referencial para la izquierda feminista, ha sido duramente criticado y descalificado por falta de rigor académico. Así, para el antropólogo cultural M. Harris constituye “uno de los esquemas más descabellados desde el punto de vista de la causalidad”, tachándolo de exceso de imaginación antropológica, cuando no de soflama política9 . Otro evolucionista, como el estadounidense L. H. Morgan (Sistemas de consanguinidad y afinidad de la familia humana, 1864) basaba su hipótesis en que cada sistema de parentesco está relacionado con un estadio determinado del progreso de la humanidad.

 

Bachofen y Morgan ejercieron gran influencia en K. Marx (1818-83) contribuyendo decisivamente al desarrollo de la filosofía marxista y del materialismo histórico, opuestos al patriarcado al entender que la familia moderna contiene el embrión de la servidumbre; así como en las elaboraciones de F. Engels en torno a la importancia de los factores materiales en el desarrollo y cambios de la historia humana (materialismo dialéctico) y más concretamente en la hipótesis expuesta en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), al defender que la subyugación de la mujer surgió en la transición de la sociedad matriarcal a la patriarcal.

 

Desde el funcionalismo, representado por A. R. Radcliffe-Brown y B. Malinowski, el parentesco está determinado por la filiación, entendida como determinante de la naturaleza del sistema de parentesco, proponiendo distinguir entre consanguinidad -que remite a las verdaderas relaciones biológicas entre individuos- y parentesco en el sentido más amplio del término -que atañe tanto a los vínculos de procreación como a las relaciones sociales y culturales.

 

Desde la perspectiva estructuralista el espacio social se organiza a partir de la alianza, basada en el intercambio de mujeres. El antropólogo francés C. Lévi-Strauss (Las estructuras elementales del parentesco, 1949), máximo exponente del estructuralismo, establece analogías estructurales entre el lenguaje y las relaciones de parentesco, destacando la existencia de estructuras mentales subyacentes al lenguaje, que serían comunes para todos los tipos de sociedad, entendiendo que la prohibición del incesto constituye una necesidad estructural y universal del paso de la naturaleza a la cultura.

 

Prohibición del incesto y exogamia, dos lógicas diferentes pero sujetas a una relación de complementariedad. Así, mientras el tabú del incesto es una prohibición, la exogamia es un precepto. En ese sentido, lo más importante no sería la prohibición de poseer a la madre o la hermana, sino la obligación de entregarlas a otra persona.

 

Detractores de las tesis estructuralistas, como el antropólogo C. Meillassoux (1995-2005), critican el concepto de consanguinidad, entendiendo que la referencia al sustrato biológico del parentesco no es ni universal ni constitutiva y que la prohibición del incesto es el resultado de la transformación de las prohibiciones sociales endogámicas en prohibiciones sexuales morales. Para él, los sistemas de parentesco se definen en base a aspectos económicos, sociales, políticos y culturales. Meillassoux representa una concepción libertaria del parentesco. Otros, como J. Goody (1919), se oponen a la teoría estructuralista negando la diferenciación entre grupos humanos, proponiendo la realización de estudios sobre la interacción humana (teoría universalista), o R. Needham (1923-2006) poniendo en tela de juicio el contenido de conceptos como filiación, matrimonio, parentesco o incesto.

 

La teoría del incesto avanzada por C. Lévi-Strauss fue retomada por el psicoanálisis12, situándola como base del lazo social, asumiendo que el paso del estado de naturaleza a la cultura está determinado por el lenguaje, es decir por la sustitución del orden natural por el orden simbólico, lo que en términos de parentesco implica la intervención de un tercero en la relación entre la madre y el hijo, es decir, el padre simbólico -no necesariamente coincidente con el padre biológico- que representa la interdicción. En ese sentido, el ser humano se distingue del animal por la prohibición del incesto y el lenguaje13. Para S. Freud (El malestar en la cultura, 1929), la cultura tiene como finalidad modelar las relaciones sociales a fin de ahorrar sufrimiento y conflictos al individuo, a cambio de renunciar a la satisfacción espontánea de los instintos que pasan a ser sublimados, sobre todo a través de las actividades intelectuales. No obstante, observó que hay algo en la cultura que no marcha tan bien como debería y se pregunta por ese malestar, entendiendo que se trata de una especie de caballo de Troya que acompaña a la cultura desde sus orígenes. Algo que podríamos relacionar, entre otras cosas, con la utilización ancestral ejercida por el hombre sobre la mujer, discriminándola y relegándola a la condición de objeto garante del lazo social, es decir, haciéndola pagar el precio de la cultura, abocándola a patologías como la histeria -término actualmente en desuso, fragmentado en síntomas susceptibles de tratamientos farmacológicos- cuya etiología respondería a la dificultad encontrada por la mujer para identificar su deseo y construir su identidad desde la alienación en la hegemonía de lo masculino, y para el varón en trastornos neuróticos derivados de la identificación -sustitución- al padre, generando una “deuda simbólica”.

 

Desigualdad ancestral

 

Una ojeada al devenir histórico de la desigualdad permite comprobar cómo ya en la Grecia clásica, cuna de la democracia, los derechos políticos estaban reservados a los ciudadanos, quedando excluida la mayor parte del pueblo -esclavos y mujeres-, no pudiendo hablarse de igualdad. En Atenas, el derecho a voto estaba restringido a los hombres que hubieran nacido en la ciudad, si bien Pericles, partiendo del concepto de igualdad ante la ley (isonomía) y del derecho al uso público de la palabra (isegoría), hizo posible el acceso de los pobres a la Asamblea Popular en base a su capacidad dialéctica y dotes de persuasión (sofística), o que en tiempos de guerra los aristócratas cedieran el poder al pueblo (démos). Por su parte, Platón (La República, 390 a.C.) incluía a las mujeres en el gobierno de lapolis.

 

La democracia romana, aunque contemplaba la concesión de la ciudadanía a los no nacidos en Roma, fue similar a la ateniense en términos de desigualdad. La población romana estaba constituida por dos grandes bloques humanos: hombres libres y esclavos. Los hombres libres podían ser ciudadanos (cives) o extranjeros (peregrini). A estos últimos se les permitía residir en Roma, pero carecían de derechos políticos. La posición jurídica de la mujer era muy inferior a la del hombre, estando siempre sometida a una potestad familiar (patria potestad), no pudiendo participar en tareas políticas y sufriendo graves limitaciones en la esfera privada.

 

La sociedad musulmana de Al-Andalus era esencialmente patriarcal, de forma que el padre de familia ejercía su poder sobre la esposa, hijos y criados, siendo corriente la poligamia para los ricos, mientras que los pobres eran monógamos por necesidad.

 

La estructura social medieval respondía a una organización de tipo estamental, reservando el nivel superior para el rey y la nobleza, el segundo para el clero y el último para el estado llano -hombres libres, esclavos y siervos de la gleba-, estableciendo un sistema de relaciones sociales presidido por la desigualdad, reforzado ideológicamente por la Iglesia mediante la proclamación de la Teoría de los Tres Órdenes -sistema piramidal encabezado por los oradores, seguido por los guerreros y sustentado por los labradores-, legitimando el funcionamiento de la sociedad feudal, aduciendo que se trataba del modelo preceptuado por Dios, de forma que el estado llano debía asumirlo y aceptar que la igualdad sólo es posible ante el Hacedor. La mujer siguió siendo objeto de un trato desigual respecto al varón, sufriendo discriminaciones de tipo social y jurídico, reforzadas por argumentaciones escolásticas que la consideraban como “una deficiencia de la naturaleza (…) con menor valor y dignidad que el hombre”15, relegándola a funciones procreativas.

 

El Renacimiento supuso una nueva forma de ver el mundo y el ser humano, generalizándose el interés por las artes, la política y las ciencias, cambiando el teocentrismo medieval por el antropocentrismo renacentista, operándose la descomposición del feudalismo, el ascenso de la burguesía y la afirmación del capitalismo. Este cambio de modelo social no implicó variaciones sustanciales para la mujer, encasillada en la reproducción, que además pasó a ser objeto de un tratamiento moralista, atribuyéndosele la encarnación de la pureza, la castidad y la buena voluntad, a imagen de la Virgen María, siendo sancionada con admoniciones e incluso con castigos corporales por transgredir estos valores.

 

La Reforma Protestante promovió una mayor comprensión de la mujer en su calidad de esposa y madre, si bien Lutero, al considerar que Eva fue la causante de la entrada del pecado en el mundo, siguió manteniendo que la mujer debía estar sujeta a la autoridad del marido, restringiendo sus funciones a la procreación, crianza de los hijos y a compensar al cónyuge, pudiendo afirmarse que el protestantismo acabó reforzando la autoridad patriarcal.

 

La Revolución científica tampoco realizó aporte alguno en favor de la igualdad entre hombres y mujeres, aceptando la innata superioridad del varón y la subordinación de la mujer, centrándose en la transformación de las visiones antiguas y medievales sobre la naturaleza y en sentar las bases de la ciencia moderna.

 

La Ilustración constituyó un movimiento cultural e intelectual sustentado en el uso de la razón como forma de combatir la ignorancia, la superstición y la tiranía, revisándolas a fin de crear un mundo mejor, promoviendo cambios económicos, políticos y sociales. Para los ilustrados, el destino del hombre es la “epicúrea felicidad”, no dudando en abordar las causas de la infelicidad, abandonando un orden basado en Dios e instaurando otro basado en el hombre. Los ilustrados consideraban necesario extender los beneficios de la enseñanza a las mujeres, si bien no todos aceptaban la igualdad de entendimiento, considerando a la mujer intelectualmente inferior.

 

Para Rousseau, enemigo de las religiones establecidas y partidario de un igualitarismo extremo, de carácter revolucionario, hubo una etapa (estado de naturaleza) en que los hombres eran iguales pero, al aplicar las normas de la razón para dar cumplimiento a su ambición y deseos de poder, crearon deliberadamente una sociedad desigual. Rousseau entiende que la sociedad corrompe al hombre y propone la vuelta al estado de naturaleza a través de un programa educativo que desarrolla en el Emilio, en línea con el mito del salvaje anticipado por Tomás Moro en Utopía y Baltasar Gracián en El Criticón. No obstante, en lo concerniente a la igualdad entre sexos, este ilustrado no mostró sensibilidad alguna, entendiendo que el papel de la mujer es agradar y servir al hombre. Otros ilustrados, como Voltaire, volcado en luchar contra el fanatismo y la intolerancia, no escatimaron comentarios relativos a la inferioridad femenina.

 

Los enciclopedistas, si bien fueron recopiladores de las ideas de la Ilustración, como la crítica a los vicios del sistema existente, mostrando su oposición al feudalismo y al absolutismo o defendiendo la libertad natural del hombre, no se circunscribieron a esto, pasando a defender activamente los derechos de la mujer. Así, Diderot, firme partidario de la abolición de la esclavitud, defendió los derechos de las mujeres, lamentándose de que hubieran venido siendo tratadas como seres imbéciles. Por su parte, D´Alembert polemizó abiertamente con Rousseau por su juicio respecto de las mujeres, denunciando la educación “funesta -yo diría casi asesina que les prescribimos sin permitirles tener otra”- y el envilecimiento en el cual venía siendo colocada la mujer.

 

La Revolución francesa constituyó un hito histórico que tenía como objetivo primordial la consecución de la igualdad jurídica, de libertades y de derechos políticos. Sin embargo, a pesar del fuerte protagonismo femenino en los hechos revolucionarios y de la clamorosa desigualdad histórica que la mujer había venido padeciendo, los logros conseguidos no afectaron a las mujeres, viendo cómo sus quejas eran desatendidas y sus reivindicaciones postergadas, siendo prohibida la participación de la mujer en cualquier actividad política. Ante esta inesperada derrota, traducida en exclusión, se proclamaron “el tercer Estado del tercer Estado” (lo más bajo del pueblo) mostrando su conciencia de colectivo oprimido.

 

Reseña histórica del feminismo

 

Siguiendo el esquema desarrollado por Celia Amorós y Ana de Miguel16, podemos dividir el feminismo en diversas etapas. Así, el Feminismo Premoderno se iniciaría en los siglos V-IV a.C., con mujeres como Jantipa o Aspasia de Mileto -unidas sentimentalmente a Sócrates y Pericles, respectivamente-, asiduas de los espacios públicos, denostadas socialmente por su brillantez intelectual y por no aceptar la sumisión de la mujer, o Diotina de Mantine y Olimpia, mujeres griegas censuradas por reclamar la igualdad. Ya en el siglo XV, Christine de Pisan (La ciudad de las damas, 1405), rechazaba la presunta inferioridad de las mujeres, proclamando la superioridad femenina, y Agripa de Nettesheim (De nobilitate et praecellentia foeminie sexos, 1510) escribiendo un tratado sobre la igualdad. Otro claro antecedente del feminismo lo encontramos en el movimiento literario de “Las Preciosas”, en la Francia del siglo XVII, cuestionando la dependencia de la mujer.

 

Feminismo moderno

 

El Feminismo Moderno comenzó a articularse en torno a la obra del filósofo cartesiano Poulain de la Barre (Sobre la igualdad de los sexos, 1673), proponiendo una reflexión sobre la igualdad, basada en las premisas ilustradas, que supuso una ruptura epistemológica. Sin embargo, la Revolución francesa, a pesar del protagonismo de las mujeres en los hechos revolucionarios, supuso un gran fiasco al quedar excluidas de los Estados Generales de Luis XVI, surgiendo clubes de mujeres, como la Société Republicane Révolutionaire, dirigida por Claire Lecombe y Pauline León, reclamando la participación de las mujeres en política, e impulsando a mujeres como Olympe de Gouges a redactar la Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana (1791), o a la británica Mary Wollstonecraft (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792) viendo en el acceso a la educación y a las actividades remuneradas la clave para superar la subordinación femenina.

 

En el siglo XIX se conforman los grandes movimientos emancipatorios del Feminismo Moderno, conformando la “Primera Ola del Feminismo”, mostrándose por primera vez como un movimiento social de carácter internacional, con identidad autónoma teórica y administrativa, al tiempo que ocupando un lugar importante en el seno de los otros grandes movimientos sociales -socialismos y anarquismos- herederos, en buena medida de las demandas igualitarias de la Ilustración, pero surgidos para dar respuesta a los problemas que estaban generando la Revolución Industrial y el capitalismo de producción incorporando masivamente a las mujeres proletarias al trabajo industrial como mano de obra más barata y sumisa que los varones, mientras que la mujer burguesa quedó enclaustrada en el hogar, marginada cultural y profesionalmente.

 

En este contexto, las mujeres comenzaron a organizarse en torno a la reivindicación del derecho al sufragio, surgiendo el sufragismo como movimiento interclasista que luchaba por el voto femenino y el acceso de la mujer al parlamento, entendiendo que a partir de ahí podrían cambiar el resto de leyes e instituciones. En Estados Unidos, el movimiento sufragista estuvo inicialmente muy relacionado con el movimiento abolicionista, luchando contra la esclavitud y consiguiendo la aprobación de la Declaración de Seneca Falls (Nueva York, 1848), texto fundacional de sufragismo, valiéndose del trasfondo individualista e igualitario de la religión protestante; mientras que en Europa el movimiento sufragista más potente tuvo lugar en Inglaterra a partir de que John Stuart Mill (La sujeción de la mujer, 1866), presentara en el Parlamento británico la primera petición a favor del voto femenino, siendo objeto tanto de indiferencia como de burla, operándose una radicalización del movimiento, con encarcelamiento de sufragistas. El acceso al voto de la mujer inglesa se produjo en 1928, tras la Primera Guerra Mundial.

 

En el feminismo decimonónico la corriente de pensamiento socialista siempre tuvo en cuenta la situación de la mujer, sin que ello implicara que el socialismo fuera necesariamente feminista sino que en esa etapa resultaba muy difícil abanderar proyectos igualitarios radicales sin tener en cuenta la causa femenina. Los socialistas utópicos fueron los primeros en abordar el tema. Así, Charles Fourier, precursor del socialismo libertario, propuso la vuelta a pequeñas comunidades -falansterios- basadas en un cooperativismo integral donde se viviera en armonía e igualdad.

 

El socialismo marxista, basándose en la obra de F. Engels, a su vez inspirada en el modelo ginecocrático de Bachofen, articuló la llamada “cuestión femenina” en su teoría general de la historia ofreciendo una nueva explicación -científica- del origen de la opresión de las mujeres y una nueva estrategia para su emancipación, estableciendo que la sujeción de las mujeres se debía a la aparición de la propiedad privada y a su exclusión de la esfera de la producción social, ligando la emancipación femenina a su retorno a la producción y a la independencia económica; argumentación que contó con detractores aún dentro del ámbito socialista por entender que la inevitable sobre-explotación de la mujer obrera elevaría tanto el índice de abortos como la mortalidad infantil, aumentando el desempleo masculino y provocando el descenso de los salarios. El socialismo, si bien sensible a la desigualdad de las mujeres dentro de las distintas clases sociales, apoyándolas en las demandas sufragistas, consideraba a la mujer como enemiga de clase, acusándola de olvidar la situación de las proletarias (A. Bebel. La mujer y el socialismo, 1879). El hecho de que la infraestructura de las feministas burguesas y la fuerza de su mensaje calara en la clase obrera, llevándola a su lado, motivó que una de las tareas socialistas fuera romper esa alianza. Las mujeres socialistas suscribían la tesis de que la emancipación de las mujeres era imposible en el capitalismo, al tiempo que eran conscientes que para la dirección del partido la cuestión femenina no era prioritaria, siendo considerada una cuestión de superestructura.

 

El anarquismo no logró articular con tanta precisión teórica como el socialismo la problemática de la igualdad entre los sexos, y anarquistas de la talla de Proudhom mantuvieron posturas anti-igualitarias; sin embargo, como movimiento social contó con numerosas mujeres que contribuyeron en la lucha por la igualdad, defendiendo la idea de que las mujeres se liberarían gracias a su propia fuerza y esfuerzo individual, considerando que la libertad era el principio rector de todo.

 

Feminismo de la igualdad y de la diferencia. El neofeminismo.

 

Una vez conseguido el derecho al voto y satisfechas otras demandas, tras una aparente calma y teniendo como referente la obra de Simone de Beauvoir (El segundo sexo, 1949), tuvo lugar un resurgimiento del movimiento feminista, proponiendo una transformación revolucionaria de la realidad y una nueva comprensión que superara la “igualdad legal”, reclamando la posibilidad para la mujer de realizarse en lo personal, más allá del papel de madre y esposa, sentando las bases del feminismo radical.

 

El movimiento contracultural de los sesenta, proclamando un nuevo tipo de vida en forma de utopía comunitaria, motivó la formación de la llamada Nueva Izquierda y de diversos movimientos sociales radicales: antirracista, estudiantil, pacifista, feminista, etc., constituyéndose el Movimiento de Liberación de la Mujer, dando lugar a la llamada “Segunda Ola del Feminismo”, caracterizado por la decisión de las feministas radicales de organizarse de forma autónoma, separándose de los varones, propiciando una escisión dentro del feminismo radical entre feministas “políticas”, que consideraban el feminismo un ala más de la izquierda, y “feministas” que sin ser anti-izquierda eran muy críticas con el recalcitrante sexismo de la izquierda por considerar al feminismo como algo periférico y contrarrevolucionario.

 

El feminismo radical norteamericano, desarrollado entre 1967 y 1975, utilizó las herramientas teóricas del marxismo, psicoanálisis y anticolonialismo, considerando que todos los varones reciben beneficios económicos, sexuales y, sobre todo, psicológicos, del sistema patriarcal. Una escisión del mismo dio lugar a un feminismo que reclamaba la igualdad para los dos sexos en todos los ámbitos de la vida: derechos civiles, laborales y, sobre todo, políticos. En España, el feminismo de la igualdad tiene sus máximos referentes en Empar Pineda, Celia Amorós, Amelia Valcárcel o Celia Montero.

 

Sin embargo, el feminismo radical norteamericano evolucionó hacia un feminismo cultural de base esencialista, volcado en la diferencia, defensor de un mundo de mujeres para mujeres, basado en la exaltación 2del principio femenino y sus valores, encomendando a las mujeres la salvación del planeta por considerarlas moralmente superiores a los varones, denigrando lo masculino, considerando que la sexualidad masculina es agresiva y potencialmente letal, proponiendo acentuar las diferencias entre los sexos, condenando la heterosexualidad y aconsejando el lesbianismo como única alternativa de no contaminación -situándose como precursor del ecofeminismo y del frente antipornografía y antiprostitución-, proponiendo la creación de grupos de autoconciencia para que la mujer explicara cómo experimentaba su opresión, revalorizando la singularidad de la palabra, configurándose finalmente como una opción opuesta a un activismo que había optado por manifestaciones y marchas multitudinarias, así como por actos de protesta y sabotaje, pasando a cuestionar incluso la propia jerarquía dentro del movimiento, generando un debate interno que supuso el fin del activismo feminista radical.

 

En Europa, el feminismo de la diferencia adquirió relevancia sobre todo en Francia, apoyándose en elaboraciones psicoanalíticas, autoproclamándose defensor de la diferencia sexual en base a considerar a la mujer como lo absolutamente “otro”; proponiendo la exploración del inconsciente como medio privilegiado de reconstrucción de una identidad propia, exclusivamente femenina; criticando al feminismo igualitario por considerarlo reformista (en tanto asimila las mujeres a los varones sin abandonar el paradigma de dominación masculina); así como por su complacencia con el poder, y por ejercer la cooptación una vez que sus seguidoras han logrado ocupar puestos relevantes en la esfera académica, política e institucional.

 

El feminismo italiano, muy influido por las tesis francesas, proponía cambios a nivel simbólico, a nivel del “deseo femenino”, como única forma de liberación efectiva de la mujer. En España tuvo como principal valedora a Victoria Sendón de León, actualmente encuadrada en el feminismo integral.

 

Diversos estudiosos del feminismo, como Joan Scott, consideran que el debate de la igualdad contra la diferencia es un callejón sin salida y que en realidad ambas opciones son interdependientes y que la oposición dicotómica debe situarse entre igualdad y desigualdad -no entre igualdad y diferencia-. Otros, como Virginia Wolf, han intentado integrar ambos feminismos, encontrándose con la oposición de las defensoras de la igualdad y su negación de la existencia de valores femeninos, señalando que la única diferencia válida es la que tiene su origen en la opresión, prosiguiendo el discurso antipatriarcal y de lucha de clases defendido por la izquierda feminista.

 

Posmodernismo y posestructuralismo. El posfeminismo.

 

El posmodernismo, de origen americano, comprende un amplio número de movimientos artísticos, culturales, literarios y filosóficos, de orientación política, definidos por su oposición o superación de lo moderno y, si bien se inspiró en corrientes surgidas en la primera mitad del siglo XX, no se consolidó como proceso cultural hasta principios de los 70, defendiendo la hibridación, la cultura popular, el descentramiento de la autoridad intelectual y científica o la desconfianza ante los grandes relatos, oponiéndose al dualismo típico de la filosofía occidental, mostrándose crítico con los textos históricos, literarios o de otro tipo, entendiendo que el lenguaje crea literalmente la verdad, siendo ésta una cuestión de perspectiva o de contexto, más que algo universal.

 

El posestructuralismo, derivado a la vez que antítesis del estructuralismo -centrado en desmontar el pensamiento de Sartre y su atribución de un lugar central al sujeto, oponiéndole que el sujeto dueño de sus actos es sólo una apariencia-, surge en Francia a finales de los años 60 en el contexto del postmodernismo, teniendo como eje la revaluación de la tesis estructuralista clásica -saussureana- del estudio sincrónico del lenguaje y su sustitución por un análisis diacrónico, encontrando representación en las diferentes áreas: M. Foucault, G. Deleuze y J. Derrida (filosofía), R. Barthes (lingüística), C. Lévi.Strauss (antropología), J. Baudrillard (sociología), Umberto Eco (semiología) o J. Lacan y J. Kristeva (psicoanálisis).

 

El posfeminismo o “Feminismo de la Tercera Ola”, basado en el posmodernismo y el posestructuralismo, surge en la década de los 90 y se extiende hasta el presente como reacción a los fallos percibidos en el “Feminismo de la Segunda Ola”, acogiendo diversas sensibilidades feministas, conformando un conjunto de posiciones muy variables, a veces contradictorias, defensoras de la esfera personal antes que de la agenda política, rechazando los ataques furibundos a la cultura patriarcal y abandonando actitudes de sospecha frente a los medios de comunicación y la cultura popular, entendiendo que no existe un único modelo de mujer, que la elección de la mujer es principalmente individual, proponiendo un marcado regreso a la feminidad, a la sexualidad y a gozar del consumo sin complejos; valiéndole a sus adherentes ser tachadas por las neofeministas de descerebradas y víctimas inconscientes de la cultura mediática y el consumismo.

 

Desde el posfeminismo se entiende que el movimiento feminista ha sido exitoso, habiendo cosechado logros muy importantes en materia de libertad e igualdad, al tiempo que consideran que el feminismo activista al modo de los años 60 ya no es necesario. La extrema versatilidad del discurso posfeminista permite albergar múltiples posiciones -a veces contrapuestas-, facilitando su adaptación a diferentes auditorios, pero constituye un problema a la hora de dotarse de suficiente coherencia interna.

 

Psicoanálisis y feminismo.

 

A juicio de las feministas de la época, las primeras elaboraciones freudianas -entendiendo que la sexualidad humana es la sexualidad del sujeto del inconsciente y que la diferencia sexual se produce por el significado asignado a la diferencia anatómica de los órganos masculinos y femeninos, interpretada en términos de presencia ausencia y que, en consecuencia, ninguno de los dos sexos es completo: las mujeres por sufrir “envidia de pene” y los hombres “angustia de castración”-, contribuían a cimentar los valores de la perspectiva patriarcal, justificando el statu quo burgués y silenciando lo femenino.

 

Las reiteradas críticas del feminismo hacia el fundador del psicoanálisis, a menudo basadas en una lectura reduccionista de su obra, acusándolo de esencialista biológico y de pansexualista, no impidieron que en Gran Bretaña se adoptara el psicoanálisis freudiano y lacaniano como un valioso instrumento para la liberación femenina, sobre todo a partir de las argumentaciones de J. Mitchell -escritora y activista feminista, devenida en psicoanalistaafirmando que la posición de Freud acerca de la diferencia sexual era descriptiva más que prescriptiva, mostrando, que no promoviendo, las condiciones del patriarcado17. Si bien el propio Freud matizó sus planteamientos iniciales sobre la sexualidad, serían algunos discípulos y continuadores, sobre todo psicoanalistas femeninas, quienes se encargarían de revisarlos, pasando a entronizar a la mujer en función del acto de la maternidad, por la gran importancia de la madre en la vida del bebé y en el desarrollo de su personalidad (M. Klein), por constituir el primer objeto relacional del niño en torno al cual organizará su propia identidad (Winnicott), o por ser primordial en la constitución de la subjetividad masculina o femenina del niño (N. Chodorow, J. Flax o J. Mitchell). Por su parte, J. Lacan, a través del concepto de “función fálica” y de las fórmulas de la sexuación, realizó una relectura de Freud dando cuenta de cómo el ser humano asume un sexo u otro.

 

El psicoanálisis contribuyó de forma importante a la conformación del feminismo radical y a la articulación del feminismo esencialista en el contexto del Feminismo de la Segunda Ola, apostando por la verbalización del malestar femenino en vez de por el activismo de corte ideológico; influyendo igualmente en la conformación del feminismo de la diferencia -neofeminismo- al proponer la exploración del inconsciente como el medio más adecuado para reconstruir la identidad de la mujer en tanto sujeto, proponiendo la búsqueda e identificación del deseo como la forma más genuina de liberación, alejándose de la servidumbre ideológica del feminismo político. En esa línea, desde los planteamientos posestructuralistas, la contribución psicoanalítica al posfeminismo sigue consistiendo en darle prioridad a lo personal antes que a lo político, defendiendo un concepto plural de feminidad, es decir, la existencia de diversas formas de ser mujer y la posibilidad de vivir desde la feminidad.

 

Del lenguaje a la castración: la Metáfora Paterna.

 

Los bebés estructuran su yo a través del estadio del espejo18 identificándose al Otro -otro del lenguaje, normalmente la madre o cuidador- como forma de conquistar la imagen de su propio cuerpo, reconociéndose en ese Otro como forma de neutralizar la sensación angustiante de dispersión corporal en favor de la sensación de unidad y, correlativamente, alienándose en su lenguaje, tomando unos significantes que no le pertenecen, poniendo su cuerpo para dar consistencia a las palabras del Otro, experimentando una división de su psiquismo que da lugar a la formación del inconsciente.

 

Tras salir de esta fase identificatoria, el niño, que se perfiló como sujeto, sigue manteniendo una relación de indiferenciación cercana a la fusión con su madre -lugar del lenguaje-, tratando de identificarse con lo que supone a ella le falta: el falo -objeto perdido para siempre, inalcanzable-; pasando a confundir su deseo con el deseo materno, siendo interrumpido por la mediación paterna, vivida por el niño como una intrusión en tanto constituye una prohibición, fuente de frustración, que lo lleva a cuestionar la identificación fálica y a dejar de ser el objeto del deseo materno, es decir, a asumir la castración, reconfigurando la relación madre-hijo-falo, con efecto estructurante para el sujeto.

 

Este proceso -Metáfora Paterna- resulta indispensable para el acceso del niño a lo simbólico a partir de la simbolización de la “ley del padre”, requiriendo ser suscrito por una madre que atribuya al padre un lugar simbólico respecto al niño y que el padre tenga interiorizada la ley que representa, sometiéndose a ella y no utilizándola perversamente sustrayéndose a su cumplimiento.

 

El hecho de que la Metáfora Paterna opere tanto para el niño como para la niña no implica que lo haga de la misma forma. En este sentido, Freud indicaba que el anhelo de pene experimentado por la niña durante la fase fálica la llevaba a abandonar a la madre, castrada, dirigiéndose hacia el padre, entrando en el Edipo por el complejo de castración. No obstante, la instancia paterna no hace que el primer Otro, materno, desaparezca, siendo posible su restitución a través de una operación metonímica. En ese sentido, puede afirmarse que “el padre no se impone verdaderamente como metáfora en el destino femenino o, con mayor exactitud, la niña se sujeta no-toda a esa función de metáfora. Para ella, la instancia paterna no hace que el primer Otro materno desaparezca”.

 

Para la niña, la Metáfora Paterna será siempre incompleta y resultará insuficiente para asignar a un sujeto su lugar de niña y, si bien se sujeta como el varón a la ley fálica que sustenta la función paterna, esta ley no operará para ella sin restricciones y la niña se ubicará tanto en la ley como fuera de ella, conservando a título de identificación aquello que fue abandonado a título de amor.

 

Sexuación y relación sexual.

 

Para el psicoanálisis, la sexualidad humana queda determinada por su ubicación en el mundo simbólico, en el mundo de los significantes. Allí donde Freud define las diferencias anatómicas en términos de sus consecuencias psíquicas, Lacan define la posición sexuada en términos de obtención de un lugar en lo social como sujetos sexuados, enfatizando que todos los seres hablantes están sometidos a la castración por el lenguaje y la palabra. El acceso a lo simbólico, al lenguaje, produce inevitablemente, según la elaboración lacaniana, una división en el sujeto -evidenciada en francés por los términos “moi” y “je”-, operándose una división sexual y confiriendo un género simbólico, pasándose de la “biología-como-destino” a la constitución del sujeto “en-el-lenguaje”20; propuesta inicialmente aceptada por el feminismo y posteriormente rechazada, acusada de falocrática21 por el papel que asigna al falo en la elaboración de las posiciones femenina y masculina, es decir, en el proceso de sexuación.

 

Lacan introduce el término “sexuación” para designar el modo en que los dos sexos se reconocen y se diferencian en el inconsciente. La significación fálica se halla en la relación de la madre con el niño antes de entrar en el circuito simbólico del Edipo. Sin embargo, no se trata de una relación dual, limitada sólo a la madre y al hijo, sino que intervienen tres elementos: la madre, el hijo y el objeto del deseo de la madre, que Lacan denominó “falo”. Una vez establecida esta estructura triangular, el niño puede intentar convertirse en ese tercer elemento, el objeto del deseo materno, e intentar ser el falo de la madre, encarnarlo.

 

El varón, si quiere prevalerse de la insignia de la virilidad, heredada del padre, debe renunciar a ser el falo materno. La niña también debe renunciar a tal herencia y por esa razón quizás encuentra más fácil identificarse ella misma con ese objeto de deseo. A partir de ahí, podría inferirse que el hombre “no deja de tenerlo, pero a costa de no serlo”, es decir, de tener un semblante del falo: el pene; y la mujer “es sin tenerlo”, es semblante del falo pero sin tenerlo. Por tanto, el falo es significante del deseo y de la castración, siendo símbolo de la libido para los dos sexos. La sexuación dará cuenta del posicionamiento del sujeto frente a lo masculino y lo femenino.

 

En ese sentido, la relación sexual es un intento de conseguir una cierta unicidad que elimine la falta, si bien la relación no hace sino confirmarla, determinando que la sexualidad sea un factor de conflicto.

 

Decaimiento de la función paterna.

 

Expusimos el papel desempeñado por la función paterna en el pasaje del sujeto de la naturaleza a la cultura, constituyéndose como referente de la prohibición del incesto y, en términos más actuales, de la castración en tanto operación que sustrae al sujeto de la satisfacción desprendiéndolo de su tendencia natural narcisista. Según Gustavo Dessal22, el síntoma de este siglo se apoya en el derecho a gozar, afirmando que existe una modalidad novedosa del síntoma psíquico cuya estructura no responde a la definición tradicional del síntoma como metáfora -expresión simbólica del inconsciente-, sino que consiste fundamentalmente en una concentración de goce23. Síntomas cuyo sentido no es otro que el goce que comportan. El derecho al goce ha venido convirtiéndose en la máxima de la modernidad, impulsando a franquear toda barrera que se le interponga, convirtiendo la felicidad no en algo deseable sino obligatorio. Goce autoerótico, más allá del goce sexual, eludiendo buscar algo en el semejante.

 

El déficit de transmisión generacional dificulta que en la adolescencia se opere satisfactoriamente la última fase de estructuración psíquica que determinaría la inscripción simbólica del joven adulto en el parentesco y en la doble diferencia de los sexos y las generaciones. En esta especie de individualismo irresponsable, el individuo posmoderno se encontraría más cerca de Hamlet que de Edipo.

 

Para Emiliano Galende24, así como la modernidad rompió la continuidad de las relaciones familiares en el espacio social -el hijo continuando el oficio del padre, la transmisión de tierras, habilidades y costumbres, etc.-, dando paso a un individuo capaz de gestionar su vida con una identidad propia, donde el trabajo asalariado era el principal dador de identidad y de pertenencia social; la posmodernidad se corresponde con un cambio muy profundo de los valores éticos y morales que organizan y regulan la vida de las personas, generando un nuevo régimen de significaciones que altera lo esencial de las formas modernas de sentir y pensar, surgiendo un “nuevo hombre” caracterizado por una subjetividad basada en la superficialidad, la ambigüedad, el dominio de la imagen, el narcisismo, el empobrecimiento de la capacidad asociativa y de relacionarse, con tendencia al pasaje al acto, exigente, con una forma banal de asumir la existencia, en paréntesis como sujeto.

 

Respecto a la sexualidad, los jóvenes, si bien más desinhibidos, han desvinculado el sexo del amor o el compromiso, dando cuenta de que aunque desde un punto de vista orgánico el cuerpo está preparado para tener relaciones sexuales, éstas no se vienen correspondiendo con la correspondiente madurez psicológica.

 

A nivel social, la sociedad actual favorece el retraso en la evolución del adolescente a la edad adulta, idealizando los valores juveniles, exaltando la juventud, situándola como referente sustitutivo del modelo parental, favoreciendo la conversión de los padres en imitadores de sus jóvenes hijos, eludiendo su papel en la transmisión, pasándose de una transmisión vertical a otra horizontal, implicando el borramiento de la figura paterna, reforzado por la difusión de una imagen del padre vinculada a la violencia, a la destrucción y a lo negativo, a la vez que feminizado a nivel familiar como consecuencia de la asignar al padre roles maternos.

 

El maltrato.

 

El goce del varón

 

El goce Otro de las mujeres -suplementario al goce fálico- puede levantar pasiones en los hombres en cuanto no gozan de lo de ellos, produciéndoles rabia, ira y odio, llegando a recurrir a la violencia, tendiendo a destruir el objeto en su afán por imponer un único goce (falocéntrico) que encuentra su equivalente en el imaginario social de aquellos hombres que se oponen a la independencia de la mujer, donde lo masculino se corresponde con lo público, reservándose la agresividad, mientras que lo femenino queda restringido a lo privado, haciendo a la mujer depositaria de la sensibilidad, la abnegación, la tolerancia a la frustración y el cuidado por el mantenimiento de esos valores, siéndole negada la agresividad -a pesar de ser algo consustancial a la constitución del sujeto- e interpretada como un síntoma, de igual forma que la ausencia de la misma en los varones.

 

Según R. Brannon y D. David25, los ideales del genero masculino podrían concretarse en cuatro imperativos que definirían la masculinidad: 1) no tener nada de aquello que se atribuye a la mujer: vulnerabilidad, pasividad, emocionalidad, dulzura, etc.; 2) tener éxito, ser competitivo, sentirse superior, más inteligente y admirado; 3) ser duro, impasible, frio, resistente, autosuficiente, sin debilidades ni blanduras; 4) hacer lo que le venga en gana utilizando, si fuera preciso, la agresividad, la audacia y la violencia. También, según L. Bonino, ser hombre conlleva respetar la jerarquía y la norma.

 

La identificación extrema del varón con estos valores, opuestos a la independencia de su pareja -en cuyo caso sentiría amenazada su propia representación de la virilidad- le llevan a interpretar qué es un Hombre, situándose en un lugar ficcional, revocando cualquier representación de la castración, reservando a la mujer el papel de satisfacerle, como una madre a su bebe, intentando hacer Uno en una relación simbiótica entre la madre y el bebe/maltratador, rechazando la alteridad para renegar la castración en un intento de recuperar a la madre -tras un intento fallido de atraparla en la infancia- a través de la mujer/pareja que no lo es, idealizándola a través del enamoramiento -que no dura siempre, de forma que su decaimiento generaría una decepción intolerable para el maltratador que se ve enfrentado a la desidealización que rompe su ideal fusional, haciendo saltar en él ciertos resortes e irrumpiendo la violencia como acting para cerrar “de golpe” la decepción26.

 

Implicaciones de la mujer.

 

En relación con los frecuentes despliegues de masculinidad desarrollados por el varón, un posicionamiento posible de la mujer consiste en la aceptación de la maternidad y de la abnegación por sus hijos como el semblante que representa la esencia de lo femenino, aceptando representar una mascarada tributaria de lo masculino, configurando un tipo de mujer pasiva, pendiente no de su deseo sino del deseo de su pareja y de colmar la falta del hombre, exponiéndose/propiciando el maltrato de aquellos partenaires que no aceptan su propia falta y que reaccionan con violencia ante el desbaratamiento de unos planes basados en el ideal de una fusión incestuosa. Tal situación puede encontrar su correlato en una apuesta narcisista de la mujer, en un intento de sentirse necesaria para el otro, sometiéndose al varón, actuando como objeto -falo- para él, llegando incluso a identificarse con su agresor, pudiendo llegar al extremo de vivir la feminidad como una debilidad o una minusvalía27.

 

En ese sentido, la sensación subjetiva de sentirse mala o sucia, así como de haber hecho algo malo, constituye en la mujer un elemento que el maltratador puede utilizar parar justificar su agresión al percibir que la maltratada se siente como merecedora de ese “castigo”, exculpando al agresor como forma de asegurarse una figura de protección: fantasía del Otro bueno y protector.

 

Otro aspecto importante dentro del posicionamiento subjetivo en situaciones de maltrato viene dada por lo ilimitado del goce femenino y su eventual posicionamiento perverso28, “pidiendo al padre” -como limitador imaginario del goce- el castigo que la permita limitar el goce que la hacer padecer, no obteniendo en ese acto de sacrificio sino un plus de goce excedentario que la conduce a una espiral perversa, sádico-masoquista, infinita.

 

Reflexión crítica.

 

Freud, junto a Marx y Nietzsche, representa la actitud filosófica de la sospecha y la denuncia, apostando por el esclarecimiento de los factores ocultos que determinan múltiples comportamientos, entendiendo que el ser humano no es tan racional como clásicamente se ha pensado y que la racionalidad está presidida por impulsos irracionales. La teoría psicoanalítica propone arrancar la máscara de la conciencia, considerando que debajo se encuentra el verdadero condicionante de ésta: el inconsciente29. Para él, la cultura exige muchos sacrificios, generando un malestar derivado de la sustitución de la satisfacción inmediata de los impulsos por una satisfacción retardada, cambiando libertad por seguridad, de forma que el progreso se cobra un alto precio: la felicidad30.

 

La discriminación ancestral ejercida sobre la mujer y, sobre todo, el trato lacerante, cuando no letal, del que viene siendo objeto por parte de su pareja o, según el contexto social, de padres y educadores, nos sitúan ante un tema delicado de abordar, tanto más cuanto el planteamiento pueda divergir en algunos aspectos del discurso socialmente aceptado o políticamente adecuado, sin olvidar que, a veces, desde posicionamientos feministas, por lo común fuertemente ideologizados, se vienen trazando auténticas “líneas rojas” destinadas a privilegiar determinadas interpretaciones, contribuyendo a crear un “discurso oficial” y un tabú en torno a la discrepancia.

 

El fracaso de la revuelta civil de Mayo del 68 y la caída de los regímenes de tipo soviético en 1989 -simbolizada en el derrumbamiento del Muro de Berlín-, cuestionaron la vigencia del discurso clásico de la izquierda, generando una crisis ideológica y la necesidad de establecer nuevos referentes o de rescatar y potenciar alguno de los existentes. En ese sentido, el rearme ideológico se realizó principalmente en torno a tres ejes: pacifismo, ecologismo y feminismo31.

 

El capitalismo de producción posibilitó la salida de la mujer del ámbito doméstico, si bien al precio de ser explotada laboralmente y de continuar sometida, encontrando en el activismo político tanto de izquierda como libertario un instrumento eficaz para articular las reivindicaciones feministas, a la vez que el movimiento obrero -poco sensible a las reivindicaciones de las mujeres- conseguía sumar fuerzas incorporando el feminismo a su causa. Tal alianza, beneficiosa para el feminismo, no supuso su disolución en el seno de la lucha de clases o del igualitarismo. De hecho, la configuración del Feminismo Moderno tuvo lugar durante el siglo XIX, presentándose como un movimiento social de carácter internacional y con identidad autónoma.

 

La relación entre movimiento obrero y feminismo, de fecundos resultados para ambos, sobre todo en la época de la Revolución Industrial, no ha dejado de suscitar controversias y turbulencias, habiendo sido calificada de “relación pasional”32. Así, por ejemplo, Heidi Hartmann, exponente del marxismo americano, publicaba en 1979 un artículo titulado El infeliz matrimonio entre marxismo y feminismo, o Josette Trat, otro con el título Los desencuentros del feminismo y el movimiento obrero, ambos en la línea de acusar al feminismo de traicionar a la clase obrera; mientras que feministas como la italiana Carla Lonzi, en su obra Escupamos sobre Hegel, acusa al marxismo de patriarcal y de relegar a mujer a ser hipótesis deotros.

 

En consecuencia, cabe preguntarse si la liberación de la mujer ha de pasar necesariamente por la superación del capitalismo, a riesgo de sustituir la secular alienación en lo masculino por una alienación en lo ideológico -sustentada en la equiparación entre “producción” y “reproducción” o su equivalente, es decir, entre “clase” y “género”, subsumidos en el término “igualdad”-, propuesto y apoyado profusamente por la izquierda, constituyendo el principal referente del feminismo y el vínculo que aúna socialismo y feminismo.

 

Idéntica finalidad poseería el interés por relacionar el inicio del protocapitalismo -datado en el neolítico-, con la aparición de la desigualdad entre el hombre y la mujer, asociando el paleolítico con el matriarcado y la igualdad, fundamentándolo en la teoría de Engels sobre el origen de la familia, la propiedad privada y el estado -inspirada en la ficción de Bachofen sobre el matriarcado en las sociedades primitivas-, planteando que la desaparición del capitalismo implicaría la reversión per se a una mítica sociedad igualitaria.

 

La defensa estricta del feminismo de la igualdad, basada en el discurso antripatriarcal y de lucha de clases, defendido por la izquierda feminista, parece implicar la negación de la diferencia, es decir, la existencia de valores propiamente femeninos, planteando la paradoja de que la misma plataforma ideológica que favoreció –simbióticamente- al feminismo moderno, sin cuyo impulso habría sido imposible la consolidación y logros del Movimientos Feminista, a partir de la división entre “políticas” y “feministas” operada durante la Segunda Ola, pudiera haberse convertido en el principal obstáculo -al priorizar lo político ante lo personal- para el desarrollo de las diferentes sensibilidades feministas existentes en la sociedad posmoderna.

 

Por otra parte, el análisis de las relaciones entre feminismo y conservadurismo ofrece resultados absolutamente previsibles en base a las actitudes retrógradas que caracterizan este posicionamiento, traducido en comportamientos inmovilistas, opuestos a cualquier cambio que implique la ruptura con el modelo tradicional de mujer o, lo que es lo mismo, que destituya o ponga en riesgo el dominio masculino, siendo posible observar cierta diferencia entre los planteamientos del electorado conservador y el de las organizaciones políticas que lo representan, tal vez debido a que este tipo de formaciones se ven en la necesidad de elaborar programas defendibles, adaptados a los tiempos actuales, a riesgo de resultar inaceptables para la parte más rancia de su electorado, partidaria de una hegemonía machista arcaizante.

 

Otro aspecto a considerar sería la posible influencia del deseo materno en la estructuración psíquica de los hijos en relación al sexo de éstos. En este sentido, Gérard Pommier33 se pregunta si el deseo de hijo -varón- no respondería a la envidia de pene y, de ser así, si el sexo masculino no resulta privilegiado, partiendo de que si bien una madre puede preferir con mucho tener una hija, esto no le impediría esperar de ella un falicismo igual o superior al del varón y, en todo caso, la hija deberá responder de cualquier manera por aquello que la hizo esperada.

 

Prosiguiendo con el planteamiento de Pommier, desde el punto de vista de la demanda materna es más cómodo debutar en el rol de “buen chico”, aunque una chica también podría empezar por ser “un buen chico” y, de hecho, parece que es lo que siempre hace. Sin embargo, como hija será primero “una hija mala”, viéndose en la necesidad de desplegar, como un chico, su valor fálico como requisito para entrar en una relación de amor34, endeudándose para ello con la madre, cuya demanda deberá satisfacer entregándole el falo, algo factible empero la diferencia anatómica -que pasará a ser solamente un detalle-.

 

Podría resultar muy interesante y fructífero profundizar en el análisis de las consecuencias que pudiera tener, en la estructuración psíquica del maltratador, un tipo de madre que por la vía de negar perversamente al padre -propiciando el decaimiento de la función paterna-, aboca al hijo a una relación de dos, sin mediación, sostenida en la identificación imaginaria y en el mantenimiento de una relación fusional, favoreciendo la estructuración perversa de un hijo que buscará en otra mujer el sustituto imaginario de la madre y que, ante el eventual y por otra parte seguro declive del ideal amoroso, responderá violentamente, maltratando, conmemorando la alienación -pendiente de separación metafórica- de su paso por el estadio del espejo y su posicionamiento subjetivo ante la castración. Así como a nivel individual la conformación de la subjetividad en torno a una función paterna debilitada se traduce en una estructuración psíquica de tipo perverso, la generalización de esta tendencia nos situaría ante un emergente social perverso que encontraría su correlato en el desprecio a los límites y a la normativa jurídica, en el establecimiento del hedonismo y el narcisismo como modelos referenciales orientados al goce y, en general, en la apuesta por la trasgresión tanto en la esfera personal como social y política, así como el recurso a la violencia ante la confrontación a la pérdida del ideal.

 

Finalmente, constatar la irreversibilidad de la cultura -si bien sujeta a avatares- en tanto lo humano se constituye a través del lenguaje, así como apostar por el insoslayable derecho de la mujer a construir su identidad proactivamente, desde lo femenino.

 

Resumen

 

Se aborda la prohibición del incesto y la obligación del intercambio de mujeres en tanto requisitos inaugurales del orden patriarcal para el paso de la naturaleza a la cultura, consecuencia del lenguaje en tanto dominio simbólico de la razón masculina, determinando el surgimiento del lazo social propio de las sociedades exogámicas, al precio de discriminar a las mujeres convirtiéndolas en objetos de intercambio. Se describe la desigualdad ancestral de la mujer, el apoyo de los enciclopedistas y el desengaño experimentado tras el triunfo de la Revolución Francesa, reseñando la historia del feminismo -premoderno, moderno, neofeminismo y posfeminismo- y las “olas feministas”, articulándolas con la elaboración psicoanalítica freudiana -división del sujeto a partir del descubrimiento del inconsciente-, y lacaniana -situando la diferencia sexual dentro del campo del lenguaje-, tachadas de falocéntricas desde el feminismo, si bien aprovechadas tanto por sectores feministas partidarios de la diferencia como por posfeministas menos preocupadas por el activismo y la lucha de clases que por vivir con plenitud el momento, la sexualidad y la feminidad. Se analiza el decaimiento de la “función paterna”, piedra angular de la inscripción del individuo en lo simbólico, es decir, en la cultura, relacionándolo con el solapamiento propiciado por el feminismo ideológico entre lucha de clases y feminismo, equiparando clase a género, fomentando la aversión a la figura paterna al situar en la familia patriarcal el origen de la propiedad privada y de toda desigualdad, defendiendo la reversión a una igualdad mítica a la vez que favoreciendo procesos de estructuración psíquica basados en el narcisismo, la apatía, la banalidad, el consumo y el hedonismo -en respuesta a un mandato superyoico de goce- proclives a la trasgresión y al ejercicio de la violencia tanto en la esfera conyugal, como social o política ante la eventual caída del ideal.

 

Summary

 

The paper adresses the ban of incest and the obligation of exchanging women as initial patriarchal requirements for the passage from nature to culture -consequence of language as symbolic imposition of male power-, determining the emergence of the social bond which belongs to exogamous societies, promoting discrimination against women, turning them into objects of exchange, in contrast with the classic functionalist, marxist and structuralist theories. The text describes ancestral inequality of women, the support of the Encyclopedists to women and the disappointment experienced after the triumph of the French Revolution, outlining the history of premodern, modern, and neofeminismo, postfeminism and the “feminist waves”, articulated with the freudian psychoanalytic perspective –division of the subject as consequence of the discovery of the unconscious-, and lacanian aproach -locating sexual difference within the field of language domain-, both considered as phallocentric from feminism perspective, although exploited by both, feminist supporters of the difference and postfeminists less concerned with activism and class struggle and willing to live fully the sexual and feminin momentum. The paper analyzes the decay of the “paternal function”, cornerstone of the individual's enrollment in the symbolic, ie, culture, linking it to the overlap promoted by the ideological feminism between class struggle and feminism, confusing class and gender, encouraging aversion to fathers image because of the placement in the patriarchal family the origin of private property and all inequalities, defending the reversion to a mythical equality while promoting psychic structuring processes based on narcissism, apathy, banality, consumerism and hedonism, in response to a mandate of the superego enjoyment, prone to transgression and the exercise of violence in both, marital and social-political spheres, due to the eventual fall of the ideal.

 

 

BIBLIOGRAFÍA

 

ALBERTI, B. M. y MÉNDEZ, M. L. (1987). Antropología, psicología y psicoanálisis. Dos versiones de un ensayo. Buenos Aires: Editorial Tekné. ÁLVAREZ, J. M. (2008). La invención de las enfermedades mentales. Madrid: Editorial Gredos. AMORÓS, C. y DE MIGUEL, A. (2005). Teoría feminista. De la Ilustración a la Globalización. Madrid: Editorial Minerva. ANDRÉ, S. (2002). ¿Qué quiere una mujer? México: Editorial Siglo XXI. BICKERTON, D. (2005). Del protolenguaje al lenguaje, en Crow, T. J. (La especiación del Homo sapiens moderno). Madrid: Editorial Triacastela. BONINO, L. (1999). Varones, género y salud mental -deconstruyendo la “normalidad” masculina, en Segarra M. y Carabi A. (Nuevas masculinidades). Barcelona: Editorial Icaria. BOURDIEU, P. (2000). Sobre el poder simbólico: en Intelectuales, política y poder. Buenos Aires: Editorial Eudeba. CHEMAMA, R. y VANDERMERSCH, B. (2004). Diccionario de psicoanálisis. Buenos Aires: Editorial Amorrortu. COPANS, J. (1999). Introducción a la Etnología y a la Antropología. Madrid: Editorial Acento. DAHAN, S. (2008). Marxismo y feminismo: las amistades peligrosas (entre movimiento obrero y feminismo): http://www.anticapitalistas.org/node/3037 DOR, J. (2006). Estructura y perversiones. Barcelona: Editorial Gedisa. ECHEVERRÍA, R. (1995). Lenguaje y poder. Revista Time.

FREUD, S. (1930). El malestar en la cultura. OC. Tomo XXI. Buenos Aires: Editorial Amorrortu. — (1913). Tótem y tabú. OC. Tomo XIII. Buenos Aires: Editorial Amorrortu. GALENDE, E. (2002). Subjetividad y vida en condiciones posmodernas, en: Bururúa, J. E., La ética del compromiso. Los principios en tiempos de desvergüenza. Buenos Aires: Editorial Altamira. GARCÍA DE CORTÁZAR, F. (2005). Memoria de España. Tomo I. Madrid: Editorial Santillana. GINER, S. (1987). Historia del pensamiento social. Barcelona: Editorial Ariel. HARRIS, M. (2011). Antropología cultural. Madrid: Alianza Editorial. LACAN, J. (1949). El estadio del espejo como fundador de la función del yo tal como se nos presenta en la experiencia analítica. Escritos I. Buenos Aires: Editorial Siglo XXI. — (1975). Aun. Seminario XX. Buenos Aires: Editorial Paidos. LÉVI-STRAUSS, C. (1949). Las estructuras elementales del parentesco. Buenos Aires: Editorial Piados. LONZI, C. (2004). Escupamos sobre Hegel. Escritos de “Rivolta Femminile”. México: Fem-e-libros. MARZAL, M. (1993). Historia de la antropología. Antropología Cultural. Volumen II. Barcelona: Editorial Anthropos. OLIVIER, C. (1984). Las hijas de Yocasta. La huella de la madre. México: F. C. E. POMMIER, G. (1995). El orden sexual. Buenos Aires: Editorial Amorrortu. RAMONEDA, J. (2008). Contestación mundial. Diario El País. Babelia, número 856. SANDAY, P. R. (1986). Poder Femenino y dominio masculino. Barcelona: Editorial Mitre. SIMONNOT, P. (1985). Le sexe et l´economie ou la monnaie des sentiments. Francia: J C Lattés. TATTERSALL, I. (2005). Los sucesos saltacionistas en la evolución humana, en Crow, T. J. (La especiación del homo sapiens moderno). Madrid: Editorial Triacastela. WRIGHT, E. (2004). Lacan y el posfeminismo. Barcelona: Editorial Gedisa. Instituto Europeo de Psicología Dinámica: IEPD. (2012). Master en Psicología Clínica, Psicopatología y Psicoterapia: Violencia de género: el maltrato.